Todo Pasa, ¡Vive!
¿Cuántas veces al día, a la semana, al mes, al año, te detienes a contemplar lo que tienes, lo que eres? Tu vida, tu familia, amigos, trabajo, casa, paz, estabilidad, salud... Probablemente muy pocas.
Es que estamos tan inmersos en la cotidianidad que hemos dejado de admirarnos por lo que somos y tenemos, y desafortunadamente hasta que sucede algo negativamente inesperado es cuando nos detenemos a ver y a valorar aquello que siempre hemos tenido.
¿Será que vemos el dolor y la tragedia tan ajenos a nosotros, que en nuestra mente no cabe posibilidad alguna de perder todo aquello a lo que ya estamos tan acostumbrados? Tan acostumbrados a algo o a alguien, que ya ni valor le damos; bien dice la frase popular: “Nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido”, ¿será?, y si es así, ¿por qué somos así? ¿por qué no valoramos lo que somos y tenemos, cuando lo tenemos? ¡Qué tontería!
Tuve la oportunidad de escuchar el testimonio de Immaculée Ilibagiza, sobreviviente del genocidio de Ruanda, en 1994, en el cual perdió a sus padres, hermanos, abuelos, tíos, a toda su familia y amigos; y logró sobrevivir escondida en un baño pequeñísimo encerrada con otras siete personas, durante 91 días.
Mientras la escuchaba, me faltaba imaginación para recrear la situación; aún más sabiendo que apenas unos días antes todo estaba normal, todo iba bien, tenía casa, familia, asistía a la universidad, y así de repente todo se viene abajo. Decía ella, que al llegar al baño en donde estaría los siguientes tres meses, pensó ¡es muy pequeño!, ¿cómo voy a estar aquí?, sin saber que después llegarían, dos mujeres más y más tarde otras cinco. ¿Servía de algo quejarse? Quejarse está de más, resulta inútil. ¿Para qué?; ¿se imaginan estar encerrados con otras siete personas en un cuarto de 1 x 1.2 m, sin poder hablar, sin poder sentarte, sin poder satisfacer las necesidades más básicas? Como dije antes, me falta imaginación. Lo tenía “todo” y en un día lo perdió.
No podía dejar de pensar en todas las ocasiones en las que nos quejamos, la mayoría de las veces por banalidades; si pudiéramos saber el momento en el que nuestras vidas cambiarán, el momento de la enfermedad o de la muerte, u otra situación que llegue a complicar la vida a la que estamos ya acostumbrados, ¿no viviríamos más y mejor? ¿no valoraríamos más aquellos a los que tenemos y aquello que tenemos?, ¿nos quejaríamos menos?.
No hay vida sin dificultades, sin contratiempos, una vida así es una utopía; la realidad es que todos enfrentamos situaciones difíciles, ante las cuales tenemos dos opciones: aceptarlas, superarlas y aprender de ellas, o bien, padecerlas sin obtener de ellas algún aprendizaje, más bien, simplemente sufrirlas y quejarnos de aquello que nos pasa.
Sobre esto, me viene a la mente una frase de Viktor Frankl: “Si no está en tus manos cambiar una situación que te produce dolor, siempre podrás escoger la actitud con la que afrontes ese sufrimiento”. Ya sea una situación tan terrible como la que Immaculée, o cualquier otra, las personas a fin de cuentas tenemos la libertad de elegir cómo nos vamos a comportar: con fortaleza o con pusilanimidad.
Ante las dificultades, ¿no es mejor ocuparse que preocuparse?, definitivamente, las dificultades nos hacen valorar la tranquilidad y estabilidad, pero también, si son vividas correctamente, nos harán madurar y crecer interiormente; o, simplemente pasarán por nuestra vida sin haber hecho nada más que daño.
Qué fácil es quejarse de todo, y qué difícil valorar y agradecer aquello que tenemos y tomamos por sentado: nuestros padres, cónyuge, hijos, suegros, trabajo, etc., como si fueran a estar ahí siempre.
Todo pasa, nosotros pasamos, somos contingentes, y lo más inteligente sería aprovechar el tiempo que tenemos, y no perderlo en quejas que no resolverán nada.
En pocas palabras, observa, valora y da gracias por lo que tienes; da gracias por lo que eres y llegarás a ser; acepta la vida con lo bueno y lo no tan bueno, a fin de cuentas de todo se puede aprender.
Además no estás solo…
“Si notas que no puedes, por el motivo que sea, dile, abandónate en El: ¡Señor, confío en Ti, me abandono en Ti, pero ayuda mi debilidad!
Y lleno de confianza, repítele: mírame, Jesús, soy un trapo sucio; la experiencia de mi vida es tan triste, no merezco ser hijo tuyo. Díselo…; y díselo muchas veces.
-No tardarás en oír su voz: ¡ne timeas! -¡no temas!; o también: ¡surge el ambula! – ¡levántate y anda!”[1]
Immaculée Ilibagiza, sobreviviente del genocidio de Ruanda, en 1994, es todo un ejemplo de fortaleza en la tempestad. Conoce más sobre su historia aquí.
[1] Escrivá, Josemaría, Forja, 287.
Este post fue publicado en el blog personal de Elsa Sepúlveda el 10 de Diciembre del 2015. ¡Gracias por compartirlo con la comunidad de El Árbol Menta!